Semillas contra el olvido






Txema García
Periodista y escritor
NAIZ 23 JUL. 2025

Hay gestas que no caben en los libros, porque viven en la tierra, en la memoria muda de quienes caminan sin reclamar aplausos. Hace cincuenta años, en un rincón del mapa que el poder pretendía redibujar a golpe de hormigón y humo, una comunidad dijo no. Sin estridencias, sin algoritmos, sin corbatas. Dijo no con la terquedad serena de quien sabe que la tierra no se hereda, se cuida para entregarla intacta.

No venían de ninguna escuela de liderazgo, ni se sentían parte de ningún relato heroico. Pero cuando la amenaza tuvo forma y nombre −la central nuclear de Lemoniz− supieron estar. Y estuvieron. Día tras día, año tras año, a veces con miedo, a menudo con cansancio, siempre con dignidad. Lo que lograron no se mide en victorias: se mide en todo lo que no sucedió gracias a su firmeza. No hubo radiactividad. No hubo desastre. No hubo sumisión.

No son héroes. No quisieron serlo. Y sin embargo, medio siglo después, su rastro sigue ahí: invisible, inapelable, incrustado en la piel del paisaje como un tatuaje que solo ven quienes todavía miran con atención. Fueron vecinas, vecinos, personas comunes. Caminaban, discutían, se organizaban sin más escudo que su claridad. Y frente a una amenaza que venía vestida de futuro, supieron hacer lo más difícil: decir no, sin odio. Sostenerse, sin rendirse. Resistir, sin necesitar aplausos. Gracias a ellas, a ellos, Lemoiz no es un nombre pegado a la tragedia, sino a la dignidad.

Aquel puñado de mujeres y hombres, vecinos y vecinas, peatones anónimos empujaron la historia sin pretenderlo. Y hoy, al borde del tiempo, sobreviven como faros silenciosos que siguen encendidos aunque ya casi nadie mire el mar.

No necesitan homenajes. Pero necesitamos su ejemplo.

Porque los desafíos no se han disuelto: solo han mudado de piel. Ya no hablan en nombre del átomo, sino del kilovatio verde. Ya no prometen electricidad para todos, sino transición para algunos. Pero el patrón es el mismo: imponer desde arriba, vestir con palabras amables lo que rompe, desplaza, privatiza. El riesgo ya no es solo la energía que nos calienta, sino el modelo que nos enfría por dentro: el que transforma a las personas en obstáculo y al territorio en negocio.

Por eso urge hablarles a las generaciones que llegan. No como quien entrega una antorcha envejecida, sino como quien pone en sus manos una semilla aún húmeda. Decirles que defender lo común no es una moda ni una nostalgia, sino una forma de estar en el mundo con las manos abiertas y los ojos bien despiertos. Que hay batallas que parecen pequeñas, pero que sostienen el equilibrio de todo un paisaje. Que cuando el mapa está hecho para que ganen siempre los mismos, lo verdaderamente revolucionario es quedarse, resistir y cuidar.

Quienes lucharon en Lemoiz no quisieron moldear una leyenda. Quisieron evitar una catástrofe. Y en ese empeño construyeron un legado: no de palabras, sino de actos. Uno que no se guarda en vitrinas ni aniversarios, sino en la responsabilidad de vivir como si todo importara.

Porque si ellos fueron, nosotros somos. Y si no nos rendimos al cinismo ni al olvido, quizás nuestras hijas e hijos también tengan mañana un lugar al que llamar futuro.

Pero no escribimos para recordar, sino para encender. Porque este tiempo también pide presencia, palabra y ternura organizada.

Hoy las formas cambian, pero el pulso es el mismo. La lucha de Lemoiz no fue una gesta heroica, sino un acto cotidiano de dignidad que hoy nos interpela frente a nuevas formas de violencia.

Así, mientras se reprime al pueblo palestino con una violencia que no cabe en los mapas ni en las conciencias dormidas, aquí también se instalan otras violencias más sutiles, como la de la vivienda imposible para las jóvenes generaciones, o la que convierte el paisaje en saldo urbanizable. La que militariza las respuestas en nombre del orden. La que desactiva la participación real disfrazándola de consulta o de «escucha activa». La que llama progreso a proyectos como el Guggenheim en Urdaibai, la subfluvial de Getxo, la Variante de Las Carreras, o la invasión del territorio con macroparques energéticos para beneficio exclusivo de las grandes corporaciones que son, en realidad, las que nos gobiernan la vida.

Y aun así, todavía hay quien empuja. Quien se organiza. Quien planta la voz como una semilla. A ellas, a ellos −los de ahora− también se les intenta arrinconar como molestia menor. Pero sabemos que son parte del mismo hilo: ese que une generaciones que no nacieron para obedecer, sino para cuidar.

Por eso este texto no es una medalla ni una lápida. Es un relevo. Un susurro de gratitud y exigencia que dice: toma esto, hazlo tuyo, continúa. No hay manual para luchar bien. Solo hay una brújula: no dejar para después lo que la dignidad nos pide ahora. Porque la historia no espera. Porque no heredamos la tierra, la defendemos. Y el futuro −si llega− no será un regalo, sino la consecuencia de no habernos rendido.

Así, de la represión en Palestina al ecocidio en Urdaibai y en otros tantos lugares, el territorio sigue siendo campo de batalla. Y la dignidad, nuestra brújula.

(A quienes lucharon contra la central nuclear de Lemoniz y a quienes en cualquier lugar del mundo no se doblegan ante las imposiciones).









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